A mi izquierda siempre adelantándome va una
mujer resbaladiza, que baila en imágenes de caídas. Las escaleras o el balcón
en donde fumo, son sus precipicios más recurrentes, está demás decir que ante
cada pequeño laberinto queda encerrada trágicamente, eso está demás decirlo, es
obvio. No consigue mucho menos la salida justa del día. Cuando vamos en un
carro ocupa un espacio pretencioso; siento cómo, asustadiza, va pegando brincos
o suspirando profundamente con estrechez muda; imágenes de carros que pierden
los frenos, vías que se desdoblan, esquinas vacías de aquel hombre, o la simple
imagen de la ciudad dándole donde más le duela y sin poder detenerse. Lo que la
entristece es que dichas figuraciones en lugar de quedarse atrás, como la
imagen cruel de un niño corrompido que te mira inocentemente para pedirte
comida en un semáforo cualquiera; se van adelantando, más bien , para resurgir
en una espiral interminable.
Me compadezco
honestamente de ella cuando se asusta, cuando cae por un precipicio, sólo porque
tiene la costumbre de asomarse aún más, cuando la escalera se le abre y decide
jugar con ella un rato, hasta que al final la suelta indignada porque le
ha aburrido el juego. Le diría incluso,
aunque no le he hablado nunca, que saliera a caminar en las mañanas en un espacio vacío y recto, que estuviera
atenta para evitar cualquier caída, ese simple hecho, la ayudará, evitar
tropezarse con las cosas, mirar los ojos de la gente que te cierran sus puertas
de bruces, y hacerlo con amor, es un gran tropiezo, cada puerta te da en la cara y ni siquiera te desfigura
la nariz, o te deja un moretón, simplemente uno se golpea, duele, y tienes que llevar sobre ti el dolor
por mucho tiempo. Hasta que te consigues otros ojos que mirar, otra puerta, que
seguramente está también cerrada.
El azar la
mortifica menos que el destino, pero no con menor intensidad: llegar a un
sitio. Va siempre apurada escucho como murmura como creyendo que nadie la está
escuchando ¿Y si el encuentro se ha perdido? ¿Y si el que me espera se ha ido?
¿Habré perdido el autobús, en el que debía trasportarme?¿ Cuándo me invitarán
al viaje, aquel? Me aburre escuchar lo que murmura con una desesperación y una
tristeza, sin mencionar su afán por retroceder, por volver a viejos sitios para
quizás escribir un buen cuento, su afán impetuoso de respirar de cerca los
recuerdos. -Que los deje ir, que salga corriendo sin rumbo, sin sentido, sin
final o que decida ausentarse en el sueño más profundo- le grito sin piedad,
con una crueldad cínica, sin contemplación. Luego pienso que quizás lo haga de
esta manera porque yo no tengo un lugar al que quiera regresar desesperadamente,
que yo no he entrado a los ojos de nadie y los he vuelto mi casa. Y entonces se
me hace un nudo en la garganta, y qué pena me da. De pronto siento el golpe y
el grito de otro tropiezo, se cayó al salir de la farmacia y ahora está
llorando, y le digo lo mucha lástima que me da, y vuelve a recordar todas la
penas, todos los golpes, y sigo yo con mis mismos gritos, -deja ir esas cosas- deshabita
esas imágenes. Pero se hace la que no me escucha cuando responde en su llanto a
mis reclamos. Y cuando le da por no levantarse y quedarse postrada en los
sitios públicos, yo parto inmediatamente y sé que llegara luego avergonzada y
no recordará, eso que sí debería el nombre de la persona que gentilmente la trajo de vuelta al
apartamento.
La idea de que
seré juzgada yo también, luego, así de la misma manera despiadada. Yo, que
entonces, quizás, habré ya tenido a alguien como una casa, o el recuerdo de
una, un lugar preferido para mirar al cielo, y que quizás, espero que no, habré
perdido; no deja de presentarse. De igual manera no dejo de quejarme o de
reírme de “la que siempre cae” como le digo yo.
En este preciso momento hace una baile de preludio
mientras se comienza a asomar un poco más de lo que debe: caída segura, yo
mientras tanto, sé ya cómo maneja su azarosa desesperación, y más de una vez la
he escuchado reírse al final del día, algunos de los que sí logra salir, y
burlarse de nosotros, los que la
pensamos débil, miedosa, resbaladiza, como si todo fuera un chiste mal contado,
una trampa para los desatentos, un juego a propósito mal jugado, perdido. Aún
no sé la razón exacta de su risa burlona, porque con crueldad sigo pensando que
es una risa vacía, único consuelo para tanta caída, huída de la trágica
batalla, quizás fuerza para entrar al laberinto el día siguiente, no lo sé
realmente. Sólo sé que me abro al día, y ya lista, ella también, al bajar las
escaleras va el primer baile, el primer tropiezo, la amo con profunda
nostalgia, con rabia, a veces, pero avanzo, la sobrepaso con una sospecha de
dignidad herida, y sigo yo también un poco triste, no hay un solo día que no
quiera quedarme con ella sentada y abrazarla fuertemente hasta que por fin
desaparezca.